Rosalía Gomez

Rosalía Gomez

“Teníamos que aportar porque veníamos
del sacrificio”

“Teníamos que aportar porque veníamos
del sacrificio”

“Nosotros nacimos en la playa  La Conchilla. La Conchilla, casi a la orilla del mar. Ahora allí hay una cancha. Antes solo había casas. Mi papi nunca tuvo un trabajo estable. Él era pescador,  vivía también del chichorro, mi mami también. Todos tuvimos una vida parecida por el hecho de haber nacido ahí, donde vivíamos y nos alimentábamos del mar. Yo tenía unos ocho años más o menos, cuando me acuerdo de comenzar a chinchorrear. Fueron años difíciles. Muy complicados, porque nosotros  vivíamos a pata pelá. Teníamos una casa con piso de tierra. No tenía piso, nada. Jugábamos en una cocina que se llenaba de humo. Éramos seis hermanos y  yo, la quinta, muy chica me metía al mar. En esa época empezamos a sacar carbón. No en una gran cantidad porque era pesado. Todas nosotros trabajábamos y vivíamos del carbón, el pescado, la playa, el marisco. Mi mami salía a vender el pescado con una vara y los peces amarrados así. Una vara en cada hombro. Recuerdo que  íbamos a la escuela en la mañana, pero después que llegábamos, nos metíamos al mar. Sobre todo el fin de semana. Con mi hermana, esperábamos a que mi otra hermana llegara  de la escuela para que nos prestara su delantal y sus zapatos. Nunca me voy a olvidar lo contenta que estuve cuando me compraron mi primer par de zapatos de plásticos. Recuerdo que con los calores rechinaban y que tenerlos se sentía como estar en la gloria. Así nacimos y nos criamos, dormíamos los tres hermanos en una misma cama. 

Las primera veces que chinchorrié andaba a patita pelada, con manga corta y unos shorts o pantalones arremangados. A veces lo hacía lloviendo y a veces sentíamos frío. Así nos metíamos y también sacábamos marisco para ayudar a mi mami. Habíamos nacido así: adaptadas. Y en esos años el mar no era como lo veo ahora, que me da miedo.  Antes no veía las olas gigantes que se hacen. No. Nosotras nos metíamos al mar y no le teníamos miedo para nada. Al final uno se acostumbra, se adapta a todo, sobre todo cuando hay que ayudar en la casa. Ahí nosotras vendíamos el carbón.  Mi papi nos ayudaba con el peso, a echarse la bolsa al hombro para ir a venderlo. 

El chinchorreo, de primera, daba vergüenza. Porque uno nunca se imaginaba que iba a tener que ser Chincharrera. Uno decía: qué vergüenza,  me están viendo que estoy chinchorreando. Sobre todo al principio. Eran tonteras de una. Pero después ya no. Yo me iba con mi chinchorro al hombro para la caleta El Blanco. Después ya no me dio más vergüenza y era feliz cuando me metía en el agua… hasta el día de hoy. 

Mi mamá nos contaba que ella ponía en el canasto en diagonal y ya agarraban y salía el carbón. Era un canasto de mimbre y ella siempre nos conversaba que ella no podía con los chinchorros que eran más modernos. En esos años, la mejor época para sacar carbón era en días en que el mar se revolvía. Podía salir a cualquier cosa, todo dependía de la revoltura del agua.
 

La primera vez que fuimos bote con mi prima, no sabíamos usarlo bien y el bote se hundió de repente. Yo no sabía nadar en ese entonces y me empecé a desesperar. Mi prima me decía: ¡aguántate, aguantate!, ¡nada a lo perrito! Y yo le hacía el caso. Después ella misma dio vuelta el bote nos sacó hacia arriba. Con un balde íbamos votando el agua y el bote se iba levantando. Ahí escapamos y ya después me enseñaron a nadar. Tenía 26 años.

Mis hermanas primero me prestaban el chinchorro, que era un fierro o un alambre, unido a una pila. A veces de madera era el palo. Mi papi a veces lo hacía de madera para que nos costara menos el peso, porque para nosotras era pesado. Con el tiempo ya nos podíamos la perra de carbón, así que nosotras lo subíamos. 

Años después empezamos a ir a Playa Blanca a chinchorear, con mi mami y mi papi. Habían muchos niños. En esa época todos teníamos algo que hacer, que aportar, porque veníamos de la necesidad, del sacrificio y a veces no sabíamos qué hacer.  

Mi papá era como los papás de esos años: nos sacaba la muriente. Nos pegaba. A mi mami también le pegaba. Aunque él, no era minero, era de esos hombres machistas. Nosotros cuando lo veíamos, nos poníamos a tiritar, le teníamos miedo. Sí, porque él nos pegaba duro a todos nosotros. Nos pegaba cuando no le gustaba algo, qué sé yo. Con los años se empezó a poner más cruel. 

Con los años de ir a la playa a chinchorrear, mi mami quiso que cambiáramos de trabajo. Así me puse a trabajar de empleada doméstica. Pero de la playa extrañaba el juntarnos, el tener monedas porque nos pagaban al tiro. Pero llegó un momento en que ella quería que hiciéramos otra cosa porque ella estaba muy enferma de los huesos, por el frío, el agua, las heladas… Por esos años conocí a mi marido y a los meses nos casamos. Mi marido trabajaba en la Enacar, en la mina, entonces él esperaba que yo me dedicara a la casa, al lavado, que le preparara el manche, la charra, que me preocupara  de la cada, de tenerle de todo. Y eso hice. 

Con el pasar del tiempo yo no veo el chinchorrea como una mala vida, porque éramos sanos, trabajadores. Es solo lo que nos tocó porque nacimos de esa forma,aqupi. Teníamos que vivir la vida del mar. Mi mamá desde el año o los dos años ya nos llevaba a la playa, mientras ella chinchorreaba. Nos dejaba cerquita. Así crecimos… pero también hubo consecuencias. Hoy tengo una discopatía en la columna. Tengo artrosis crónica en los huesos. Por el frío, el agua, tengo mis piernas, mis huesitos salidos. Mi mami tenía  lo mismo y murió porque ella no tenía fuerza en sus piernas, tenía la artrosis.

Nosotras íbamos al embarque que está al lado del Parque Cousiño. Abajo hay un muelle largo donde llegaban los barcos. Cuando llegaban los cargaban con carbón al barco y se rebosaba todo el carbón que había hacia el mar. Era ahí cuando nosotras aprovechábamos. Pedíamos prestado un bote a algún compañero pescador y salíamos con los chinchorros en el bote. Entonces el carbón flotaba en el agua y lo sacábamos para echarlo en el bote. Así cuando teníamos la carga completa, volvíamos y los mismos compañeros nos ayudaban a descargar.

Las olas a veces venían bravas. Una vez una me arrastró una para adentro y yo asustada solté el chinchorro y traté de salir con la segunda ola. Pelié con toda mi fuerza y  la misma gente que trabajaba me ayudó. Era peligroso y  pasamos hartas cosas cosas malas, pero era un ambiente de mucho compañerismo. Pero pasaban cosas, por ejemplo, también te robaban. A veces una dejaba su pilas en la noche y al ojo calculaba que tenía como para 20 sacos Y al otro día llegabas y había carbón para ocho o nueve sacos. Daba mucha rabia porque una se sacrificaba toda la noche casi y al día siguiente había que enfrentar al ladrón. Eso pasaba siempre.  

Aunque era sacrificado, en esos años una se hacía su plata. Además no habían muchas posibilidades de trabajo para las mujeres en esa época. Existía mucho machismo, que la mujer no podía trabajar, que la mujer tenía que quedarse en la casa. Ahora no, porque ahora es todo compartido. En mi caso, por necesidad tuve que dejar el colegio temprano, llegué hasta sexto y ahí me puse a trabajar. Así vivíamos con mi hermana más chica. 

Ya de grande, cuando salía con mi hija, nosotras nos íbamos a las 3 de la mañana para la caleta El Blanco. Ella llevaba su ropita de la escuela y después de chinchorrear, a las 7 y media de la mañana le pedía permiso a una vecina para bañarse. Ahí se duchaba, se ponía su ropa y se iba para la escuela. Después, cuando salía, se iba directo de nuevo al Blanco para poder entregar el carbón. Yo misma le enseñé a chinchorrear y también a varias de mis sobrinas. Allá en el Blanco mucha gente era chinchorrera. Mucha. En esos años nos pásabamos de Pueblo Hundido a la caleta El Blanco.   Cuando fui mamá y mi hija aprendió a chinchorrear fue lindo porque aprendió a ganarse la vida para más adelante. Yo por suerte tenía la ayuda de mi mamá para trabajar y criar. Cuando llegaba la noticia de que estaba saliendo carbón, mi mamá me decía: anda, déjame aquí a la chiquilla… Y partía.

Hoy, todavía me meto en la playa y saco luga, cuando es la temporada. Si hay marisco, lo busco, lo busco, hasta que pillo marisco y me mojo. Que mi hija me reta. Me dice: mamá, te duelen las rodillas, te duelen las caderas, no andes marisqueando… Pero a mí me gusta, me encanta. Yo estoy orgullosa de lo que sé y de mi mar. Yo soy de mar. 

En 1997, cuando cerró la mina, fue triste porque se nos iba el sustento. Realmente muchas personas vivíamos del carbón y de a poco se fue acabando hasta que ya fue definitivo. Todavía duele porque era algo lindo. Era sufrido, pero era muy lindo. Entonces yo a veces salgo a caminar,  miro, recuerdo y me digo: ¿Por qué cerraron las minas si esto era algo bueno para Lota? Era bonito ver a los mineros cuando salían todos pintados con sus lámparas de las minas, tomaban los buses de Enacar, volvían a sus casas. Yo los miraba porque me gustaba cómo era esa vida. 

Las olas a veces venían bravas. Una vez una me arrastró una para adentro y yo asustada solté el chinchorro y traté de salir con la segunda ola. Pelié con toda mi fuerza y  la misma gente que trabajaba me ayudó. Era peligroso y  pasamos hartas cosas cosas malas, pero era un ambiente de mucho compañerismo. Pero pasaban cosas, por ejemplo, también te robaban. A veces una dejaba su pilas en la noche y al ojo calculaba que tenía como para 20 sacos Y al otro día llegabas y había carbón para ocho o nueve sacos. Daba mucha rabia porque una se sacrificaba toda la noche casi y al día siguiente había que enfrentar al ladrón. Eso pasaba siempre.  

Aunque era sacrificado, en esos años una se hacía su plata. Además no habían muchas posibilidades de trabajo para las mujeres en esa época. Existía mucho machismo, que la mujer no podía trabajar, que la mujer tenía que quedarse en la casa. Ahora no, porque ahora es todo compartido. En mi caso, por necesidad tuve que dejar el colegio temprano, llegué hasta sexto y ahí me puse a trabajar. Así vivíamos con mi hermana más chica. 

Ya de grande, cuando salía con mi hija, nosotras nos íbamos a las 3 de la mañana para la caleta El Blanco. Ella llevaba su ropita de la escuela y después de chinchorrear, a las 7 y media de la mañana le pedía permiso a una vecina para bañarse. Ahí se duchaba, se ponía su ropa y se iba para la escuela. Después, cuando salía, se iba directo de nuevo al Blanco para poder entregar el carbón. Yo misma le enseñé a chinchorrear y también a varias de mis sobrinas. Allá en el Blanco mucha gente era chinchorrera. Mucha. En esos años nos pásabamos de Pueblo Hundido a la caleta El Blanco.   Cuando fui mamá y mi hija aprendió a chinchorrear fue lindo porque aprendió a ganarse la vida para más adelante. Yo por suerte tenía la ayuda de mi mamá para trabajar y criar. Cuando llegaba la noticia de que estaba saliendo carbón, mi mamá me decía: anda, déjame aquí a la chiquilla… Y partía.

Hoy, todavía me meto en la playa y saco luga, cuando es la temporada. Si hay marisco, lo busco, lo busco, hasta que pillo marisco y me mojo. Que mi hija me reta. Me dice: mamá, te duelen las rodillas, te duelen las caderas, no andes marisqueando… Pero a mí me gusta, me encanta. Yo estoy orgullosa de lo que sé y de mi mar. Yo soy de mar. 

En 1997, cuando cerró la mina, fue triste porque se nos iba el sustento. Realmente muchas personas vivíamos del carbón y de a poco se fue acabando hasta que ya fue definitivo. Todavía duele porque era algo lindo. Era sufrido, pero era muy lindo. Entonces yo a veces salgo a caminar,  miro, recuerdo y me digo: ¿Por qué cerraron las minas si esto era algo bueno para Lota? Era bonito ver a los mineros cuando salían todos pintados con sus lámparas de las minas, tomaban los buses de Enacar, volvían a sus casas. Yo los miraba porque me gustaba cómo era esa vida. 

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